Cuando leí El misterio de Salem's lot, hace ya casi veinte años, sabía lo que me podía esperar de un escritor especializado en novelas de terror como King, y si se trataba de un libro de vampiros, como así lo demostraba la foto de la cubierta, no había duda. Sin embargo, este pasaje me dejó estupefacto. Sí que daba miedo de verdad. Y lo daba precisamente porque se trataba de un terror absolutamente real, de vampiros y monstruos que viven entre nosotros:
6.05 A.M.
Los tenues gemidos del bebé perforaron el liviano sueño mañanero de Sandy McDougall, que se levantó para atender al niño con los ojos todavía hinchados. Se golpeó la pierna contra la mesita de noche y soltó una maldición.
Al oírla, el bebé chilló con más fuerza.
-¡Cállate, que ya voy! –le gritó Sandy.
Por el estrecho pasillo de la roulotte fue hasta la cocina. Era una muchacha delgada en quien quedaba muy poco de la belleza que en algún momento podía haberle adornado. Sacó de la nevera el biberón de Randy y pensó en calentárselo, pero después decidió que sólo tenía ganas de mandar al diablo todo. “Si tanta hambre tienes, mocoso, te lo puedes tomar frío”, se dijo.
Fue hasta el dormitorio del niño y lo miró friamente. Tenía diez meses, pero era enfermizo y llorón para su edad. Todavía no hacía un mes que había empezado a gatear. Tal vez tuviera la polio o sabe Dios el qué. Ahora tenía algo en las manos, y en la pared también. Sandy se acercó más, pensando qué demonios podría haber encontrado.
Sandy tenía diecisiete año, y en julio ella y su marido habían celebrado el primer aniversario de boda. En el momento de casarse con Royce McDougall, embarazada de seis meses y sin posibilidad de alguna de disimular su estado, el matrimonio le había parecido la bendición que el padre Callahan decía que era: una bendita escotilla de escape. Ahora creía que no era más que un montón de mierda.
Exactamente, advirtió consternada, lo que Randy tenía en las manos y con lo que había ensuciado su pelo y las paredes.
Se quedó mirándolo sombriamente, con el biberón en la mano.
Para eso, reflexionó, había dejado la escuela secundaria, sus amigos, sus esperanzas de llegar a ser modelo. Por ese piojoso remolque aparcado en el Bend, donde ya la formica se desprendía de los muebles, por un marido que trabajaba todo el día en la tejeduría y por las noches se iba a beber o a jugar al póquer con los inútiles de sus amigos de la gasolinera. Por un mocoso que era el retrato del inútil de su viejo y que lo embadurnaba todo de caca.
Y que gritaba con toda la fuerza de sus pulmones.
-¡Pero cállate! –vociferón a su vez Sandy.
Arrojó contra el niño el biberón de plástico, que le golpeó en la frente y le hizo caer de espaldas en la cuna, llorando y agitando los brazos. Bajo el nacimiento del pelo le había quedado una marco roja, y Sandy sintió una horrible oleada de satisfacción, pena y odio que le anudó la garganta. Levantó al niño de la cuna como si fuera un trapo.
-¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate!
Antes de poder dominarse, ya le había dado dos puñetazos, y el esfuerzo de Randy por gritar era tal que dejó de emitir ningún sonido. Con el rostro purpúreo, se quedó tendido en la cuna, jadeante.
-Perdóname –murmuró Sandy-. Jesús, José y María, perdóname. ¿Te he hecho daño, Randy? Espera un minuto que mami te va a limpiar.
Cuando Sandy volvió con un trapo mojado, Randy tenía los ojos hinchados y se le estaban amoratando, pero se tomó el biberón, y cuando empezó a limpiarle la cara con el trapo mojado, le sonrió con su sonrisa sin dientes.
“Le diré a Roy que se me cayó mientras le cambiaba –pensó Sandy-. Se lo creerá. Oh, Dios, que se lo crea, por favor.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario