miércoles, 3 de febrero de 2021

Primer capítulo de Fantasmas en la trinchera

 

1: A. B.

 

La llegada del renqueante autobús a la estación de Villa supuso para A. B. el tan esperado final de una agonía de siete horas y casi quinientos kilómetros.

            En primer lugar, porque el estado del vehículo, si así podía calificarse, constituía una evidente amenaza para los pasajeros y para el tráfico rodado en general. Cuando lo vio por primera vez en la estación de Quintana, su aspecto contrastaba drásticamente con los modernos vehículos que ocupaban el resto de las dársenas y que proclamaban, en carteles fijados con orgullo en los parabrisas, que disponían de aire acondicionado, baño y conexión wifi, además de siglas sin duda relacionadas con la seguridad en la conducción como ABS, ASR o BAS. Pero en este autobús no había lugar para tranquilizadores avisos. El único letrero que podía leerse, pintado a lo largo de uno de los laterales de la carrocería, rezaba en caracteres ya apenas legibles por el óxido: «Autopullmans Hermanos Escamilla».

La tartana en cuestión —que lo mismo podía denominarse «carraca centenaria» que «puto trasto», pues ambas definiciones eran igualmente precisas— tenía todo el aspecto de haber vivido sus mejores días hace no menos de medio siglo e incluso de haber gozado de sus minutos de gloria con alguna aparición esporádica en Crónicas de un pueblo. Descartada quedaba la posibilidad de contar con aire acondicionado, baño o conexión wifi; y mucho menos con dispositivos de esos que se expresan en siglas. Rebajando las expectativas, A. B. estimó que la mera conexión de los frenos ya se podía antojar un lujo. Tras un rápido e inquietante vistazo al conjunto en el que pudo comprobar que al menos las ruedas, aunque desgastadas, mantenían una apariencia relativamente circular, llegó a la conclusión, confirmada luego con el paso de los kilómetros, de que solo un sustancioso soborno a algún operario de la ITV y no pocos agentes de la Guardia Civil por parte de los hermanos Escamilla o alguno de sus herederos podía explicar que aquel monstruo pudiera seguir circulando.

«En fin —reflexionó A. B. para sí cuando entró en el vientre de la bestia—, ya que estoy muerto, me parece justo que, al menos, tenga que pasar por una experiencia cercana a la muerte».

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