miércoles, 3 de febrero de 2021

Primer capítulo de Fantasmas en la trinchera

 

1: A. B.

 

La llegada del renqueante autobús a la estación de Villa supuso para A. B. el tan esperado final de una agonía de siete horas y casi quinientos kilómetros.

            En primer lugar, porque el estado del vehículo, si así podía calificarse, constituía una evidente amenaza para los pasajeros y para el tráfico rodado en general. Cuando lo vio por primera vez en la estación de Quintana, su aspecto contrastaba drásticamente con los modernos vehículos que ocupaban el resto de las dársenas y que proclamaban, en carteles fijados con orgullo en los parabrisas, que disponían de aire acondicionado, baño y conexión wifi, además de siglas sin duda relacionadas con la seguridad en la conducción como ABS, ASR o BAS. Pero en este autobús no había lugar para tranquilizadores avisos. El único letrero que podía leerse, pintado a lo largo de uno de los laterales de la carrocería, rezaba en caracteres ya apenas legibles por el óxido: «Autopullmans Hermanos Escamilla».

La tartana en cuestión —que lo mismo podía denominarse «carraca centenaria» que «puto trasto», pues ambas definiciones eran igualmente precisas— tenía todo el aspecto de haber vivido sus mejores días hace no menos de medio siglo e incluso de haber gozado de sus minutos de gloria con alguna aparición esporádica en Crónicas de un pueblo. Descartada quedaba la posibilidad de contar con aire acondicionado, baño o conexión wifi; y mucho menos con dispositivos de esos que se expresan en siglas. Rebajando las expectativas, A. B. estimó que la mera conexión de los frenos ya se podía antojar un lujo. Tras un rápido e inquietante vistazo al conjunto en el que pudo comprobar que al menos las ruedas, aunque desgastadas, mantenían una apariencia relativamente circular, llegó a la conclusión, confirmada luego con el paso de los kilómetros, de que solo un sustancioso soborno a algún operario de la ITV y no pocos agentes de la Guardia Civil por parte de los hermanos Escamilla o alguno de sus herederos podía explicar que aquel monstruo pudiera seguir circulando.

«En fin —reflexionó A. B. para sí cuando entró en el vientre de la bestia—, ya que estoy muerto, me parece justo que, al menos, tenga que pasar por una experiencia cercana a la muerte».

domingo, 13 de diciembre de 2020

Talento natural

Este relato ha sido galardonado con el primer premio en el Concurso Carlos Giménez de Paracuellos. Tenía muchas dudas sobre todo a lo que me enfrentaba con la próxima publicación de la novela y el anuncio de este premio llegó en el mejor momento posible porque me hizo ver que algo que había escrito podía, en un momento dado, gustar a alguien. Chute de moral y autoestima.

Reto: A ver si podéis identíficar de dónde saco los nombres de los músicos que aparecen en el relato.
Pista: No me gusta el jazz.

Talento natural

No deja de hacerme gracia que, después de cada actuación, mis admiradores vengan a felicitarme efusivamente. Cuando les respondo, con toda la amabilidad posible, que no es para tanto, lo toman como una muestra de falsa modestia y, más amablemente aún, muestran su disconformidad. Pero no se trata de modestia, creedme. Lo que sucede es que, efectivamente, no veo razón para que me feliciten porque no es mérito mío en absoluto.
Malcolm ‘Blind’ Rhoads, uno de los mejores saxofonistas que he conocido, se pasaba horas practicando un solo o componiendo una frase nueva. Era el músico más fiable de la banda, nunca falló una sola nota por complicada o rápida que fuera la pieza, pero era incapaz de participar en una improvisación. Chuck Hanneman, un batería con mayúsculas, un auténtico espectáculo sobre el escenario, necesitaba ensayar sin descanso. Las pocas veces que giré con él, se instalaba en los asientos traseros del coche y se pasaba el viaje entero con las baquetas en la mano, golpeando los cristales de las ventanillas, el reposacabezas del copiloto, el aire… era insufrible. Quizá por eso no duramos mucho juntos. Aseguraba que tenía que repasar continuamente el repertorio para que no se le fuera de la cabeza. Blind y Chuck sí que tenían mérito, sí que podían estar orgullosos, su arte era el resultado del trabajo, de la dedicación, de una absoluta pasión por la música. Mi caso es mucho menos interesante, simplemente tengo un talento natural. No he hecho nada por merecerlo.
Cuando la descubrí en el desván, a la vieja guitarra de mi tío Ed apenas le quedaban tres cuerdas y cada una de ellas distaba varias octavas de estar afinada. Sin embargo, cuando, un par de horas después, guiado por el sonido, mi tío me descubrió, pudo comprobar, asombrado, cómo yo era capaz de reproducir perfectamente esa cancioncilla que no dejaba de silbar y que hasta entonces había sido mi único contacto con la música. Porque en casa de mi tío no entraba una nota que no fueran las que él se atrevía a silbar –muy bajito–, siempre y cuando tía Emma no estuviera presente.
–¿Puedes repetir eso, hijo? –me preguntó entonces, receloso.
Yo volví a tocar la canción desde el principio. Cuando acabé, se quedó pensativo. Yo, desconcertado, tampoco sabía qué decir. Solo tía Emma fue capaz de romper el silencio cuando nos llamó a cenar.
Tenía entonces cuatro años. Por supuesto, apenas soy capaz de recordar ese capítulo de mi infancia, pero mi tío se encargó de hacerlo por mí muchas veces desde entonces.
Al día siguiente, aprovechando que su mujer había salido, mi tío me condujo al desván. La guitarra me esperaba con todas las cuerdas y perfectamente afinada. La puso en mis manos y silbó una alegre tonada. No era la misma de siempre, era la primera vez que la escuchaba. Después de un par de intentos, ya la había sacado. Con tantas cuerdas, resultaba mucho más fácil.
Desde ese día, y en la más absoluta clandestinidad, mi tío me enseñó los acordes y cómo afinar la guitarra. Tampoco mucho más. En parte porque sus conocimientos musicales no iban más allá, y en parte porque yo tampoco necesitaba más para tocar, casi de forma inmediata, cualquier canción que él me tarareara. Esa guitarra, que todavía conservo, se convirtió en mi mundo entero. Yo descubrí todos sus secretos y ella se mantuvo fiel ayudando a que todas esas melodías que se me agolpaban en la cabeza pudieran salir a través de mis dedos y de su cuerpo. 
No tardé en componer mis propios temas y tengo que reconocer que no eran del todo malos. De hecho, algunos de ellos siguen formando parte de mi repertorio habitual, incluida una variación de aquella tonada que mi tío silbaba y cuya autoría aún desconozco.
Me crie sin ningún tipo música en esa casa y, sin embargo, por alguna razón que se me escapaba, no solo la llevaba dentro, sino que, además, se trataba de un lenguaje que me era absolutamente familiar. ¿Entendéis cuando os digo que la mía es una habilidad innata?
Era solo cuestión de tiempo que mi tía descubriera nuestro secreto. Ese día estalló el drama en casa de los Harris. Se volvió loca. Acusó a su marido de querer traer la desgracia la familia, que esa era la música de Satanás, que estábamos todos malditos y acabó amenazando con quemar la guitarra en el patio. Yo, por supuesto, no entendía qué tenía de malo. Solo pareció claudicar, o al menos calmarse, cuando, a petición de mi tío, interpreté algunas piezas de mi repertorio.
Pasada la tormenta, mi tía tuvo que admitir que no me faltaba talento. Yo, por mi parte, y sin necesidad de que me lo pidiera, seguí practicando en el desván a un volumen tal que tía Emma no pudiera escucharme. Quizá fuera por eso que cuando, años después, planteé matricularme en la Escuela de Música de Richmond y hacer de la música mi carrera profesional, mi tía, apenas opuso resistencia. Todavía no sé si lo hizo por agradecimiento a mi deferencia o por el alivio que le suponía ver que conmigo se iba por fin de su casa esa influencia maligna que tanto la alteraba. Mi tío, por supuesto, estaba encantado, casi tan ilusionado como yo. En cualquier caso, a esas alturas, ambos lo asumieron como algo sencillamente inevitable.
Más allá de algunas técnicas que me resultaban desconocidas, en la Escuela de Música no me enseñaron nada. Escalas, tonalidades, funciones armónicas… solo pusieron nombre a todo lo que ya sabía por mí mismo. Igual que desconocer las letras nos hace analfabetos; no mudos.
Lo que sí logré, fue un acceso pleno a la música. Me lancé como un poseso a consumir toda la que se ponía al alcance de mis oídos. Después de toda la vida en silencio, mi sed de notas, de ritmos, de nuevos estilos era insaciable. Al fin pude hacerme con una radio vieja y un tocadiscos de segunda mano. Por él pasaron vinilos de los más diversos estilos que me mostraron la grandeza de un mundo que creía dominar y del que, en realidad, apenas conocía una mínima parte.
Pero la verdadera revelación tuvo lugar en los clubes de jazz, tugurios oscuros la mayoría de ellos, donde pude conocer a músicos de verdad, artistas con más talento que suerte que nunca consiguieron salir de Richmond y que purgaban sus pecados desgranando viejos temas toda la noche y buena parte del día. De todos estos antros, el Excelsior era el que más frecuentaba. Allí, la banda del viejo Al Murray podía pasarse horas improvisando sobre la misma base y, aún así, hacer que cada compás sonara como si de una nueva canción se tratara. Lo encontré fascinante.
Como me ocurría con todo relacionado con la música, los estudios tampoco me suponían el menor esfuerzo, así que pasaba más tiempo en los clubes que en clase. Sabía que no tendría problema alguno para graduarme, como así fue. Pronto junté el valor necesario para subirme al escenario a improvisar con la banda de Al. Nunca había tocado acompañado, pero la gratificante sensación de sentirte respaldado, de formar parte de algo más grande, fue tal que inmediatamente supe que no iba a dejar de hacerlo nunca.
No tardé en convertirme en habitual en el grupo, aunque siempre procuraba mantenerme en un segundo plano por respeto a quien era guitarrista allí desde hacía más de treinta años. No era habitual que una banda tuviera dos guitarras, se estaba empezando a ver en algunos grupos de rock and roll, pero no en el jazz. Descubrimos que, cuando improvisábamos juntos, las dos guitarras nos permitían alternar ritmos, melodías, doblarnos… algo que no se había hecho antes y que el público acogía con auténtico entusiasmo. Eso sí, el maestro seguía siendo Al, yo solo era ‘El Chico’. Así me llamaba Al y ese fue desde entonces mi nombre artístico. No creo que ahora sea muy apropiado para un viejo músico que se encuentra entre los ochenta años y la muerte, pero ya me he acostumbrado a él y no pienso cambiarlo.
Me gusta pensar que fue mi aportación la que hizo que, en apenas unas semanas, la clientela se viera sensiblemente incrementada. Incluso recibimos ofertas para tocar en otros clubes, pero Al era fiel al Excelsior y, todo hay que decirlo, Fred, el dueño, se portaba bien con nosotros. La paga era miserable, pero, hubiera público o no, nunca racaneaba las cervezas para los músicos, así que todos contentos. Por otra parte, era evidente que nadie estaba ahí por el dinero.
Si había alguna banda de paso por la ciudad, Fred les invitaba a tocar a cambio de alojarla en las habitaciones que tenía justo encima del club. El Excelsior estaba cerca de la I-95 y allí solían llegar los músicos que cubrían la Ruta Musical, como la solíamos llamar: de Nueva York a Nueva Orleans, pasando por Charlotte y Atlanta. Así es como llegó el Blue Note Quartet a tocar en el Excelsior. Había oído hablar mucho de Charlie ‘Blue Note’ Smith. En sus buenos tiempos, toda una leyenda del contrabajo que había tocado con los más grandes en Nueva York, donde se convirtió en un habitual del club del que tomó el sobrenombre. Era de dominio público que pudo haber sido el más grande y que ahora solo era un mito venido a menos que se arrastraba por bares de mala muerte. Se contaban muchas historias, ninguna verosímil aunque quizá todas ciertas, sobre cómo lo había perdido todo. Todo menos su genio.
Esa noche el repertorio se redujo a no más de media docena de piezas que repasaban diferentes estilos y en todas ellas Blue Note demostró que se encontraba a un nivel inalcanzable para el resto de los mortales. Mientras era otro instrumento el protagonista, el contrabajo de Charlie se mantenía en un discreto segundo plano, cadencioso, sosteniéndolo con austera eficacia; pero cuando le tocaba el turno de hacerse dueño de la escena, lo hacía sin contemplaciones, con una entrega y agilidad prodigiosas. Daba la impresión de que instrumento y músico se transformaban. Ese contrabajo, acompañante timorato hacía apenas unos compases, agudizaba su tesitura y ganaba en volumen, en presencia, se erigía en protagonista único del escenario, reclamaba el dominio absoluto sobre las notas que volaban por el aire y, antes de que te pudieras dar cuenta, había relegado al resto de la banda a la humillación del silencio. Por su parte, Blue Note se movía compulsivamente, con una agilidad impropia de una mole que superaba ampliamente las 300 libras, mientras digitaba a una velocidad solo vista antes en algún virtuoso y frenético violinista. El solo se convertía de pronto en un baile de dos enamorados, apasionado, atrevido, casi indecente. Cuando su parte acababa, el paroxismo flaqueaba, Blue Note cedía a regañadientes el protagonismo a otro músico y se ocultaba de nuevo en esa discreción de la que había salido, acurrucado junto a su compañero de baile. Nunca he vuelto a ver algo así.
Analizado con calma, era evidente que Blue Note no tomaba el apodo por su especial uso de esa nota en las escalas; en rigor, se saltaba constantemente cualquiera de las leyes que la armonía académica dicta para ofrecer algo nuevo, extraño, pero que, por alguna razón desconocida, funcionaba.
Al día siguiente Andi Gers amaneció muerto en su cama. Gers llevaba más de cuarenta años tocando la guitarra con Blue Note. La noticia supuso una pequeña conmoción en Richmond pero, teniendo en cuenta la vida de excesos que había llevado, fue una sorpresa relativa. Ni siquiera se investigó. La policía tenía cosas más importantes que ocuparse de un negro drogadicto muerto. Más tarde, cuando preparaban el cuerpo en la funeraria, alguien echó en falta el reloj del difunto. Tampoco le echaron cuentas, no tenía demasiado valor y Gers ya no lo necesitaría.
La actuación del Blue Note Quartet estaba prevista para dos noches; por supuesto, se anunció la cancelación de la segunda. Cuando los supervivientes de la banda estaban en el escenario, recogiendo los instrumentos, llegué con mi guitarra y, sin que nadie me lo pidiera, comencé a tocar. Reproduje, nota por nota, la improvisación que Gers había interpretado en su última noche, seguí con una copia exacta del solo de Blue Note, para acabar con una tercera parte, esta de creación propia, que, en realidad, era una variación que fusionaba las dos primeras. Como digo, no me supuso esfuerzo alguno, era mi talento natural el que salía a relucir para tocar por mí.
Esa misma noche ya me había incorporado al Blue Note Quarter en lo que fue un concierto homenaje a Gers que sirvió poco más que para pagarle el funeral en Montgomery, donde tenía una hermana. La banda no alteró en ningún momento el plan de viaje previsto y, cuando llegó el momento de partir, lo hice con ellos. Apenas tuve tiempo de despedirme del bueno de Al.
La banda la completaban Keith ‘Quake’ Tipton, un batería, para mi gusto, con demasiada querencia por los platos y por hacer contras, pero muy hábil para que todo sonara muy natural, muy limpio, lo que no es nada fácil; y Glenn Downing, saxofonista, un tipo silencioso pero muy solvente. Como músico, los he visto mucho mejores, pero Blue Note aseguraba que con nadie se compenetraba tan bien en las improvisaciones. Hasta entonces.
Esa fue mi primera gira. La vida me llevó después por los escenarios más prestigiosos del mundo, pero esa gira fue la más importante de todas porque fue la primera y siempre lo será. Se trataba de un mundo desconocido en el que el nombre de Blue Note todavía era capaz de llenar los clubes, que te invitaran a rondas y enternecer a las damas. Poneos en mi lugar: era apenas un niño y, de repente, no hago más que tocar, viajar, beber y conocer chicas cuando hasta entonces solo sabía hacer lo primero. Quizá por eso, porque me vio perdido, Blue Note me tomó bajo su protección y me enseñó los secretos de esa carretera que me atrapó y que todavía no me ha soltado. Todavía hoy sigo en la ruta. No hay una vida mejor. Solo cuando he tenido que grabar he estado más de una semana en el mismo lugar.
Algunas noches, después de actuar, cuando el ambiente languidecía, Blue Note buscaba una mesa tranquila, se quitaba la chaqueta, ponía sobre la mesa el .38 Special que siempre llevaba a la espalda, prendido en su cinturón, se sentaba y se servía bourbon hasta acabar la botella. La primera vez que vi el revolver, me asusté. Según me explicó, en los viejos tiempos todos los músicos llevaban uno. Eso imponía respeto y evitaba líos.
–Entonces –dije yo–, daría igual si no estuviera cargado.
–¡Qué tontería! –respondió con una risotada–, ¿de qué vale un arma si no está cargada?
A veces, me invitaba a sentarme con él. En ruta era un tipo de lo más silencioso, podía pasarse horas sin abrir la boca. Prefería aprovechar los viajes para dormir todo lo que no había podido la noche anterior pero, sentados el uno frente al otro, solo separados por la mesa, la botella y la .38 Special, no dejaba de hablar, de contarme anécdotas de bluesmen, de cobertizos clandestinos en el Delta donde, juraba, se encuentran los mejores músicos del mundo.
Así nació una amistad de esas que solo se alcanzan después de meses enteros compartiendo coche, botella y escenario. Quizá gracias a eso conseguimos compenetrarnos musicalmente como no creo que nadie lo haya hecho antes. A las pocas semanas de entrar en el cuarteto ya sabía exactamente, desde el primer compás, cómo terminaría Blue Note su solo para retomarlo yo y juraría que él también podía adivinar cómo culminarían mis progresiones. El resultado era pura magia. Se corrió la voz y nuestras improvisaciones se convirtieron en un espectáculo que convocaba a aficionados a cientos de millas a la redonda. Con el tiempo, aprendí que la interpretación de Blue Note dependía, más que de ninguna otra cosa, del estado de ánimo que tuviera en ese momento. Eso nunca resultó un problema para mi trabajo, pero resultaba más útil saber de qué humor estaba que el tono de la pieza.
Lo que os voy a contar ahora os gustará. Yo llevaba tiempo con ganas de cambiar la guitarra con la que actuaba y que le había comprado a un compañero de la Escuela de Música. La de mi tío estaba a buen recaudo en Richmond. La primera vez que llegamos a Nueva York insistió en que le acompañara a una tienda de música en Harlem. Cuando entramos, me alargó 500 dólares de la época y me dijo:
–Toma, elige bien y no repares en gastos porque esta debe ser tu compañera para toda la vida.
Fue así como compre mi Gibson L-5 CES. Ya entonces se la consideraba una de las mejores guitarras del mercado. Eddie Lang, Wes Montgomery y hasta Django Reinhardt la habían elegido y ahora lo hacía yo. Estaba a la altura de su fama. Desde el primer momento la sentí como una prolongación de mi cuerpo. Con el tiempo, la vieja Cessie se convirtió en mi principal seña de identidad y, como adelantó Blue Note, en mi compañera para toda la vida.
La última vez que tocamos juntos fue en Birmingham. Recuerdo que Blue Note estuvo especialmente melancólico todo el día y, como me esperaba, lo vi confirmado sobre el escenario. Cuando acabamos, nos quedamos en el club a tomarnos unas copas. Blue Note interrumpió la charla que yo estaba tratando de mantener con una morenita guapa y menuda para anunciarme que se retiraba al motel. Eso me dejó confuso; nunca perdonaba un trago después de actuar. Una vez que comprobé que la morenita guapa y menuda carecía tanto de conversación como de receptividad, no tardé en seguir sus pasos.
El motel estaba a no más de diez minutos andando e, igual que el club, a pie de la misma I-20. Era como otros muchos en los que habíamos estado durmiendo en los últimos meses, el típico motel de no más de veinte habitaciones, con las puertas de todas ellas dando al aparcamiento. Allí me encontré a Blue Note con una botella de bourbon. Hacía una buena noche y se disfrutaba del silencio, un extraño lujo para nosotros. No era un mal plan, pero en cuanto me vio, decidió cambiarlo:
–¿Sabes que hoy se cumple un año de la muerte de Gers? Estas cosas se hacen habituales a mi edad, pero no dejan de afectarme; cada vez estoy más cerca de ser el siguiente.
Hizo una pausa y continuó con un tono ligeramente más alegre:
–Bueno, el tiempo pasa para todos y tú también hoy cumples un año con nosotros. Pasa adentro, que te invito a un trago.
Por supuesto, como todas las del motel, su habitación era idéntica a la mía, incluidas dos sillas que ocupamos y, entre nosotros, como siempre, una pequeña mesa con una botella, dos vasos y la .38 Special encima.
–¿Y la chica? –me preguntó.
–No había mucho que hacer –admití.
–En mis tiempos, eso no era un problema –replicó ratificando la ocurrencia con una de sus sonoras risotadas.
–¿Sabes, Blue Note? En las historias que me cuentas nunca aparecen mujeres. Me hablas de músicos, de clubes, de la carretera… pero nunca de mujeres.
–Eso –replicó con media sonrisa– lo tienes que aprender tú solo, chico.
–¿Nunca ha habido una mujer por la que lo habrías dejado todo? ¿En todos estos años no has encontrado a alguien así?
–No deberías preocuparte por eso. Ya tendrás tiempo, pero no ahora. Céntrate en la música, diviértete todo lo que puedas y recuerda que una buena mujer es lo peor que te puede pasar a tu edad. Podría volverte tan loco que nunca más volverías a ser tú y, aunque todavía no lo sepas, has nacido para la música, para la ruta, para bourbon en moteles y chicas de una noche. Lo contrario, sería un desperdicio.
–Tú la encontraste, ¿no?
Si hasta entonces parecía que Blue Note había recuperado el humor, la pregunta hizo que volviera a mostrarse alicaído de nuevo.
–Sí. Y créeme si te digo que preferiría no haberlo hecho –respondió abatido–. No sé si es por el bourbon o porque los viejos recuerdos han vuelto hoy de golpe, pero te voy a hacer un regalo de aniversario: te voy a contar algo que creí que no iba a desenterrar nunca jamás.
Admitió haber conocido a la chica en Virginia. Me sonaba el nombre del pueblo. Una de tantas historias de músicos que seducen a una admiradora, el tonteo se convierte en algo más serio y su estancia en ese lugar se alarga un par de semanas hasta que, implacable y celosa, la carretera reclama a su músico y este deja a la chica. Pero ella se niega a renunciar al que cree el amor de su vida y le sigue allá a donde va, asiste a todos sus conciertos durante varias semanas, más de 400 millas tras él rogándole que no la abandone.
Cuando llegó a este punto, quedó unos segundos en silencio, se reclinó en la silla, llenó el vaso y, como haciendo acopio de fuerzas, se dispuso a rematar el relato.
–No podía seguir así –dijo Blue Note–. Era desesperante. Cada noche la encontraba entre el público, me abordaba después de actuar y me montaba una escena. Se había vuelto completamente loca y yo también iba camino de perder la razón. Afectó a mi forma de tocar y la banda lo notó, por supuesto. Cuando pedí ayuda a Gers, lo entendió. A las malas, podía ser muy convincente. Tenía un pasado muy complicado, el viejo Gers, pero me era leal. Se ocupó de todo. Nunca le pregunté cómo, pero esa chica no nos siguió más. Lo último que supe de ella es que había vuelto a su pueblo. Admito mi culpa, fui un cobarde y no estoy orgulloso. Tenía que elegir entre dos amores y lo hice. Solo siento que ella tuviera que pagar las consecuencias de mi decisión.
Era cuanto necesitaba saber.
De un salto me puse de pie y, antes de que Blue Note pudiera reaccionar, tomé el revolver de la mesa, lo amartillé y se lo apoye en la sien derecha. Estaba tan sorprendido que se quedó paralizado.
–¿Cómo se llamaba ella? –le susurré al oído.
Me lo dijo. Fue lo último que diría. Rompió a llorar como un niño, pero eso poco me importó cuando apreté el gatillo.
Dejé el revolver en el suelo, metí el reloj de Gers en el bolsillo de su chaqueta y salí de la habitación antes de que nadie pudiera verme.
Ahora podéis preguntarme por qué. Perdí al mejor músico con el que jamás volvería a tocar, podíamos haber alcanzado juntos la categoría de leyendas, de esas de las que se cuentan anécdotas inventadas. Con el tiempo, yo lo conseguí, aunque tuve que empezar de nuevo desde cero. Hoy ya nadie se acuerda de Blue Note, por eso es de justicia que os cuente su historia. 
¿Que si sirvió de algo? Por supuesto. Por fin sabía de quién había sacado mi talento natural.

miércoles, 23 de septiembre de 2020

Fantasmas en la trinchera, la ocasión lo merece

Bueno, una vez que ha pasado el tiempo -mucho, demasiado quizá- vuelvo al Reino de la Mataparientes. Pero es que la ocasión lo merece.

Si hasta ahora el blog no era más que una baúl de recuerdos literarios, retazos que en su día me impactaron, ahora incorporaré también mis propias aportaciones. En breve verá la luz Fantasmas en la trinchera, mi primera novela. Antes de que se materialice en papel, iré desvelando la trama, quizá adelantando algunos capítulos para abrir boca.

Atentos porque ya mismo tenéis el primero.




viernes, 1 de abril de 2011

If, de Rudyard Kipling

Por supuesto, una de las obras maestras de todos los tiempos. Un canto al humanismo que todo el mundo debería tener siempre presente. Un abrazo, Jordi.
Si

Si puedes mantener la cabeza cuando todo a tu alrededor
pierde la suya y te culpan por ello;
Si puedes confiar en ti mismo cuando todos dudan de ti,
pero admites también sus dudas;
Si puedes esperar sin cansarte en la espera,
o, siendo engañado, no pagar con mentiras,
o, siendo odiado, no dar lugar al odio,
y sin embargo no parecer demasiado bueno, ni hablar demasiado sabiamente;
Si puedes soñar-y no hacer de los sueños tu maestro;
Si puedes pensar-y no hacer de los pensamientos tu objetivo;
Si puedes encontrarte con el triunfo y el desastre
y tratar a esos dos impostores exactamente igual,
Si puedes soportar oír la verdad que has dicho
retorcida por malvados para hacer una trampa para tontos,
O ver rotas las cosas que has puesto en tu vida
y agacharte y reconstruirlas con herramientas desgastadas;

Si puedes hacer un montón con todas tus ganancias
y arriesgarlo a un golpe de azar,
y perder, y empezar de nuevo desde el principio
y no decir nunca una palabra acerca de tu pérdida;
Si puedes forzar tu corazón y nervios y tendones
para jugar tu turno mucho tiempo después de que se hayan gastado
y así mantenerte cuando no queda nada dentro de ti
excepto la Voluntad que les dice: “¡Resistid!”

Si puedes hablar con multitudes y mantener tu virtud
o pasear con reyes y no perder el sentido común;
Si ni los enemigos ni los queridos amigos pueden herirte;
Si todos cuentan contigo, pero ninguno demasiado;
Si puedes llenar el minuto inolvidable
con un recorrido de sesenta valiosos segundos.
Tuya es la Tierra y todo lo que contiene,
y —lo que es más— ¡serás un Hombre, hijo mío!

 

If…
If you can keep your head when all about you
Are losing theirs and blaming it on you;
If you can trust yourself when all men doubt you,
But make allowance for their doubting too;
If you can wait and not be tired by waiting,
Or, being lied about, don't deal in lies,
Or, being hated, don't give way to hating,
And yet don't look too good, nor talk too wise;
If you can dream - and not make dreams your master;
If you can think - and not make thoughts your aim;
If you can meet with triumph and disaster
And treat those two imposters just the same;
If you can bear to hear the truth you've spoken
Twisted by knaves to make a trap for fools,
Or watch the things you gave your life to broken,
And stoop and build 'em up with wornout tools;

If you can make one heap of all your winnings
And risk it on one turn of pitch-and-toss,
And lose, and start again at your beginnings
And never breath a word about your loss;
If you can force your heart and nerve and sinew
To serve your turn long after they are gone,
And so hold on when there is nothing in you
Except the Will which says to them: "Hold on";

If you can talk with crowds and keep your virtue,
Or walk with kings - nor lose the common touch;
If neither foes nor loving friends can hurt you;
If all men count with you, but none too much;
If you can fill the unforgiving minute
With sixty seconds' worth of distance run -
Yours is the Earth and everything that's in it,
And - which is more - you'll be a Man my son!

"El muchacho que predecía los terremotos", Margaret St. Clair

 Una historia similar a la entrada anterior. También encontrado en un libro de relatos, leido por la misma época, igualmente inquietante y, como el otro, me persigue desde entonces. Me impresionó tanto que lo adapte en el guión de un cortometraje titulado "Predicción".

-Naturalmente, tú eres escéptico -dijo Wellman. Se sirvió agua de una jarra, se colocó una píldora en la lengua y, con ayuda del agua, se la tragó -. Es lógico y comprensible. No te culpo por ello, ni soñarlo. Aquí, en el estudio, había un buen montón de gente que, cuando empezamos a programar a ese chico, Herbert, sustentaba tu misma actitud. Y, entre nosotros, no me importa admitir que yo mismo sentía bastantes dudas respecto a que un programa de esa clase pudiera dar buen resultado en televisión.
Wellman se rascó detrás de la oreja, mientras Read le escuchaba con interés científico.
-Bueno, pues estaba equivocado - siguió Wellman, bajando la mano -. Me complace decir que erré en un mil por ciento. El primer programa del muchacho, que no fue anunciado y careció de publicidad, aportó casi mil cuatrocientas cartas. Y hoy en día recibe... -El hombre se inclinó hacia Read y susurró una cifra.
-¡Oh! - exclamó Read.
-Aún no hemos divulgado esa información, porque esos borregos de Purple no nos creerían. Pero es la verdad pura y simple. Hoy en día no existe otra personalidad en televisión que cuente con una audiencia como la del chico. El programa también se emite en onda corta, y la gente lo sintoniza en todas partes del mundo. Después de cada programa, la oficina de Correos ha de enviarnos dos camiones especiales llenos de cartas. Read, no puedo expresar lo feliz que me hace el que ustedess, los científicos, estén pensando, por fin, en hacer un estudio respecto al muchacho. Te soy franco.
-¿De qué tipo es, personalmente? - preguntó Read.
-¿El chico? Oh, muy sencillo, tranquilo y muy, muy sincero. A mí me gusta muchísimo. Su padre... bueno, es todo un carácter.
-¿Cómo se realiza el programa?
-¿Quieres decir cómo trabaja Herbert? Pues, francamente, Read, eso es algo que tendrán que averiguar tus informadores. Nosotros no tenemos ni la más mínima idea de lo que ocurre en realidad. Desde luego, puedo decirte los detalles del programa. El muchacho actúa dos veces a la semana, los lunes y viernes. No emplea guión - Wellman hizo una mueca-, y eso nos produce más de un quebradero de cabeza. Herbert asegura que los guiones le dejan sin saber qué decir. Permanece en antena durante doce minutos. La mayor parte de ellos se limita a charlar, contando a los espectadores lo que estudia en el colegio, los libros que ha leído y cosas por el estilo. La clase de conversación que uno oye de cualquier muchacho simpático y tranquilo. Pero siempre hace una o dos predicciones. Como mínimo, una, y como máximo tres. Se trata de cosas que ocurrirán durante las próximas cuarenta y ocho horas. Herbert dice que, más allá de ese plazo, no puede ver nada.
-¿Y las predicciones se cumplen? - inquirió Read, y más que una pregunta era una afirmación.
-Siempre - replicó Wellman, con leve tono de cansancio. Lanzó un bufido -. El último abril, Herbert predijo la caída del avión estratosférico en Guam, el huracán de los Estados del Golfo, y los resultados de las elecciones. También anunció el desastre del submarino en Las Tortugas. ¿Te das cuenta de que el FBI, durante cada programa, tiene un agente en el estudio, junto al muchacho? Se trata de una medida para suspender inmediatamente el espacio si el chico dice algo que sea contrario a la política pública. Así de en serio le toman.
Ayer, cuando me enteré de que la Universidad pensaba hacer un estudio sobre el tema, repasé el historial de Herbert. Hace ahora año y medio que su programa se emite, dos veces a la semana. Durante ese tiempo, el chico ha hecho ciento seis predicciones. Y cada una de ellas, sin excepción, ha resultado cierta. En estos momentos, el público en general tiene tal confianza en él que... - Wellman se humedeció los labios, buscando la comparación adecuada -, que si predijese el fin del mundo o el ganador del Derby irlandés, le creerían.
"Soy sincero por completo, Read, terriblemente sincero: Herbert es la cosa más importante que ha habido en televisión desde el invento de la célula de selenio. Resulta imposible sobreestimarle a él o a su importancia. Y ahora, ¿ te parece que vayamos a presenciar su programa? Ya es casi hora de que empiece.
Wellman se puso de pie frente a su escritorio y colocó, en su lugar, la corbata, adornada con pingüinos rosa y púrpura. Luego condujo a Read a través de los pasillos de la emisora hasta la sala de observación del estudio 8-G, donde se encontraba Herbert Pinner.
Read pensó que Herbert parecía un muchacho agradable y pacífico. Tendría unos quince años y estaba muy desarrollado para su edad. Su rostro era agradable, inteligente y con cierta expresión preocupada. Realizó los preparativos para su programa con perfecta compostura, que tal vez escondiese un punto de desagrado.
-He estado leyendo un libro muy interesante -dijo Herbert a la audiencia televisiva-. Se llama El conde de Montecristo. Creo que a casi todo el mundo le gustaría - el muchacho mostró el volumen a los espectadores -. También he comenzado a leer una obra sobre astronomía escrita por un hombre llamado Duncan. Eso me ha hecho desear un telescopio. Mi padre dice que, si trabajo de firme y consigo buenas notas en el colegio, a fin de curso me regalará un pequeño telescopio. Cuando lo compremos, les diré lo que veo por él.
"Esta noche, en los Estados del Atlántico Norte habrá un terremoto. No será muy malo. Producirá considerables daños en las propiedades; pero no habrá víctimas. Mañana por la mañana, a eso de las diez, encontrarán a Gwendolyn Box, que está perdida en las sierras desde el jueves. Aunque tendrá una pierna rota, estará aún con vida.
"Cuando tenga el telescopio, espero hacerme miembro de la Sociedad de Observadores de las Estrellas Variables. Las estrellas variables se llaman así porque su brillo varía, ya sea debido a cambios internos o a causas externas...
Al final del programa, Read fue presentado al joven Pinner. El científico encontró al muchacho muy cortés y cooperativo; pero un poco distante.
-No sé cómo lo hago, señor Read - dijo Herbert, después de responder a cierto número de preguntas preliminares -. No son imágenes, como usted ha sugerido, y tampoco palabras. Sólo es que... esas cosas se me ocurren.
"He observado que no logro predecir nada a no ser que sepa, más o menos, de qué se trata. He podido anunciar el temblor de tierra porque todo el mundo sabe lo que es un terremoto. Pero no hubiera conseguido hablar de Gwendolyn Box de no saber que estaba perdida. Sólo hubiera tenido la sensación de que algo o alguien iba a ser encontrado.
-¿Quieres decir que no puedes hacer predicciones acerca de nada a no ser que, con anterioridad, conozcas la cosa conscientemente? - preguntó Read, con interés. Herbert dudó.
-Supongo que sí... -dijo-. En caso contrario se forma una especie de... borrón en mi cerebro; pero no puedo identificar lo que es. Es como mirar a una luz con los ojos cerrados. Uno sabe que existe luz, pero eso es cuanto conoce. Ese es el motivo de que lea tantos libros. Cuantas más cosas conozco, sobre más cosas puedo hacer predicciones. Algunas veces se me escapan cosas importantes. No sé a qué se debe. Como, por ejemplo, cuando estalló la pila atómica y murió tanta gente. Para aquel día, lo único que yo había anunciado era un aumento en los empleos. En realidad, no sé cómo me pasa esto, señor Read. Lo único que sé es que me pasa.
En aquel momento apareció el padre de Herbert.
Era un hombre bajo y robusto, con la persuasiva personalidad del extrovertido.
-Así que van a investigar a Herbert, ¿eh? - dijo, tras las presentaciones -. Esto está bien. Ya era hora de que lo hiciesen.
-Creo que lo haremos - respondió Read, con cautela -. Primero tendrán que aprobar la subvención para el proyecto.
El señor Pinner le miró astutamente.
-Antes quiere ver si se produce un terremoto, ¿verdad? Cuando se le oye decirlo a él mismo, es diferente. Bueno, pues lo habrá. Una cosa tremenda, un terremoto - chasqueó la lengua con desagrado -. Al menos no habrá muertos, y eso es bueno. Y encontrarán a la señorita Box de la forma anunciada por Herbert.
El terremoto se produjo a eso de las nueve y cuarto, mientras Read se hallaba sentado bajo la lámpara de pie, leyendo un informe de la Sociedad de Investigaciones Físicas. Se oyó un ominoso retumbar que fue seguido por un largo y mareante temblor.
A la mañana siguiente, Read hizo que su secretaria la pusiera en contacto con Haffner, un sismólogo al que el científico conocía superficialmente. Por teléfono, Haffner se mostró definitivo y brusco:
-Claro que no existe forma de predecir un temblor de tierra - dijo, con sequedad -. Ni siquiera con una hora de anticipación. Si la hubiera, advertiríamos a la gente y haríamos evacuar las áreas donde se va a producir. Nunca se producirían muertos. En forma general, podemos adelantar los lugares donde son probables los terremotos, eso sí. Hace años que sabemos que en esta área pueden producirse temblores. Pero respecto a marcar la hora exacta... Sería lo mismo que preguntarle a un astrónomo cuándo se va a convertir en nova una estrella. No lo sabe, y nosotros tampoco. De todas formas, ¿a qué se deben sus preguntas? ¿A la predicción de ese muchacho, ese Pinner?
-Sí. Estamos pensando en observarle.
-¿Pensando? ¿Quiere decir que sólo ahora empiezan a estudiarle? ¡Señor, en qué torre de marfil deben de vivir ustedes, los psicólogos investigadores!
-¿Cree usted que lo que hace el muchacho es auténtico ?
-La respuesta es un rotundo sí.
Read colgó. Cuando salió a almorzar, por los titulares de los periódicos se enteró de que la señorita Box había sido encontrada de la forma predicha por Herbert en su programa.
Sin embargo, aún dudaba. Hasta el jueves no comprendió que sus dudas no se debían al temor de malgastar el dinero de la Universidad en una impostura, sino a su excesiva seguridad de que Herbert Pinner era sincero. En el fondo, no deseaba comenzar su estudio. Estaba asustado.
Comprender aquello le conmocionó. Inmediatamente llamó al decano y le pidió la subvención. La respuesta fue que no habría dificultades para conseguirla. El viernes por la mañana, Read escogió a los dos hombres que debían ayudarle en el proyecto. Y para cuando el programa de Herbert estaba a punto de salir al aire, los tres se encontraban ya en la emisora.
Hallaron a Herbert tensamente sentado en una silla del estudio 8-G. A su alrededor, Wellman y otros cinco o seis ejecutivos de la emisora. El padre del muchacho iba de un lado a otro, dando claras muestras de excitación y retorciéndose las manos. Incluso el hombre del FBI había abandonado su habitual alejamiento e impasibilidad, e intervenía acaloradamente en la discusión. En medio de todos ellos, Herbert meneaba la cabeza y decía, una y otra vez:
-No, no. Me es imposible.
-Pero, ¿por qué, Herbie? - gimió su padre -. Por favor, dime por qué no quieres. ¿Por qué te niegas a actuar en tu programa?
-No puedo - replicó Herbert -. Por favor, no me pregunten. No puedo. Eso es todo.
Read observó lo pálido que estaba el muchacho.
-Pero, Herbie... Tendrás cuanto quieras. ¡Lo único que has de hacer es pedirlo! Ese telescopio... Mañana te lo compraré... O, mejor: esta misma noche.
-No quiero ningún telescopio - rechazó el joven Pinner, cansado -. No quiero mirar a través de él.
-¡Te compararé un pony, una lancha a motor, una piscina! ¡Herbie, cualquier cosa que pidas te la daré!
-No - dijo el muchacho.
El señor Pinner miró en torno, con desesperación. En un rincón vio a Read y corrió hacia él:
-Mire a ver si puede usted convencerle, señor Read- suplicó.
Read se mordió el labio inferior. En cierto sentido, era su deber. Se abrió paso a través de la gente y llegó junto a Herbert. Apoyando una mano sobre su hombro, preguntó:
-¿ Qué es eso que me han dicho de que no quieres hacer tu programa, Herbert?
Herbert le miró. La acusada expresión de su rostro hizo que Read se sintiera culpable y contrito.
-Me es imposible -dijo el chico-. No empiece usted también a preguntarme, señor Read.
Read volvió a morderse el labio. La técnica de la parasicología consiste, en parte, en conseguir que los sujetos cooperen.
-Herbert, si el programa no se emite, un montón de gente quedará defraudada.
El rostro del muchacho adoptó una expresión arisca.
-No puedo evitado - dijo.
-Y más aún, muchas personas se asustarán. No se explicarán por qué el programa no se emite y comenzarán a imaginar cosas. Cosas de toda índole. Si no te ven, muchas personas se alarmarán terriblemente.
-Yo... -comenzó el muchacho. Se pasó una mano por la mejilla -. Quizá tenga razón - contestó, con lentitud-. Sólo que...
-Tienes que realizar tu programa. Repentinamente, Herbert capituló:
-De acuerdo - dijo -. Lo intentaré.
Todos en el estudio lanzaron un suspiro de alivio y se produjo un movimiento general hacia la puerta de la cabina de control. Los comentarios se hacían en tono agudo y nervioso. La crisis había acabado sin que ocurriese lo peor.
La primera parte del programa de Herbert fue muy parecida a la de otras veces. La voz del muchacho sonaba un poco insegura, y sus manos mostraban cierta tendencia a crisparse, mas tales anormalidades pasarían inadvertidas al espectador normal. Cuando hubieron transcurrido unos cinco minutos, Herbert hizo a un lado los libros y diseños (había estado charlando sobre el diseño mecánico) que estaba mostrando a su audiencia y comenzó, con enorme seriedad:
-Quiero hablarles de mañana. Mañana... - hizo una pausa y tragó saliva -, mañana va a ser distinto a cuanto ha habido en el pasado. Mañana será el comienzo de un mundo nuevo y mejor para todos nosotros.
Al oír aquellas palabras, Read sintió que le recorría un escalofrío. Observó los rostros que le rodeaban. Todo el mundo escuchaba a Herbert con expresión absorta. Wellman tenía la mandíbula un poco caída y, sin darse cuenta, jugueteaba con los unicornios que adornaban su corbata.
-En el pasado ha habido etapas muy malas - seguía el joven Pinner -. Hemos tenido guerras, ¡tantas!, y hambre, y epidemias. Se han producido depresiones sin que supiésemos qué las producía; ha habido gente que pasaba hambre cuando había comida y que moría de enfermedades para las cuales conocíamos el remedio. Hemos visto malgastar la riqueza del mundo. El agua de los ríos se ha vuelto negra a causa de los desperdicios que a ella arrojaban, aproximando cada vez más el hambre a nosotros. Hemos sufrido, hemos atravesado una larga y mala época... Pero a partir de mañana - su voz se hizo más alta y más profunda -, todo esto cambiará. No habrá más guerras. Viviremos el uno junto al otro, como hermanos. Dejaremos de matar, de causar destrozos, de arrojar bombas. El mundo, de polo a polo, serán gran y fértil jardín, repleto de fruta, y nos pertenecerá a todos, para que lo disfrutemos y seamos felices. La gente vivirá mucho tiempo, será dichosa y sólo morirá de vieja. Nadie volverá a tener miedo. Por vez primera desde que los hombres existen sobre la tierra, viviremos como deben hacerlo los seres humanos.
"Las ciudades serán ricas en cultura: arte, música, libros... Y todas las razas contribuirán, cada una según sus posibilidades, a esa cultura. Seremos más inteligentes, más felices y más poderosos de lo que nadie ha sido jamás. Y muy pronto... -el muchacho dudó un momento, como si temiera cometer un desliz -. Muy pronto mandaremos al espacio nuestras naves cohete. Llegaremos a Marte, a Venus y a Júpiter. Iremos hasta los límites de nuestro sistema solar para ver cómo son Urano y Plutón. Y a lo mejor desde allí, es posible, seguiremos adelante y visitaremos las estrellas... Mañana será el comienzo de todo esto. Y nada más, por ahora. Adiós. Buenas noches.
Durante unos momentos, después de que el muchacho hubo concluido, nadie se movió ni habló. Luego comenzaron a oírse voces que balbucían en tono delirante.
Read, mirando a su alrededor, advirtió lo pálidos que estaban todos y lo dilatados que tenían los ojos.
-¿Cómo repercutirá el nuevo orden en la televisión? - dijo Wellman, como para sí mismo. Su corbata aparecía totalmente desanudada y le colgaba de cualquier manera alrededor del cuello -. Seguirá habiendo TV, eso es seguro, forma parte de la buena vida. - Y en seguida, volviéndose hacia Pinner, padre, que estaba sonándose y secándose los ojos -: Sáquele de aquí inmediatamente, Pinner. Si se queda, vendrá tanta gente que se formará un tumulto.
El padre de Herbert asintió y se metió en el estudio en busca de su hijo, que se hallaba ya en medio de un corro de personas, y regresó con él. Con Read precediéndoles, se abrieron camino por el pasillo y bajaron hasta la calle para salir por la parte de atrás de la emisora.
Sin que le invitaran, Read se metió en el coche y tomó asiento, en uno de los transportines, frente a Herbert. El muchacho parecía exhausto. No obstante, en sus labios había una leve sonrisa.
-Será mejor que el chófer les lleve a un hotel tranquilo... - dijo Read al padre -. Si van a su domicilio habitual, les asediarán.
Pinner asintió.
-Al hotel Triller -ordenó al conductor del coche-. Vaya despacio, taxista. Queremos pensar.
El hombre deslizó un brazo en torno a su hijo y le dio un cariñoso apretón. Sus ojos brillaban de felicidad.
-Me siento orgulloso de ti, Herbie - declaró, solemnemente-. No podría sentírmelo más. Lo que dijiste... Fue algo maravilloso, maravilloso...
El conductor no había hecho nada por poner el coche en movimiento. Ahora se volvió y dijo:
-Es usted el joven señor Pinner, ¿verdad? Acabo de verle. ¿Me permite estrechar su mano?
Tras una ligera duda, Herbert se inclinó hacia adelante y extendió la suya. El chófer la aceptó casi con reverencia.
-Sólo quería darle las gracias..., sólo darle las gracias... ¡Oh, diablos! Excúseme, míster Herbert. Pero lo que ha dicho ha significado mucho para mí. Estuve en la última guerra.
El coche se apartó del bordillo. Mientras iban hacia el centro, Read observó que la petición de Pinner al taxista de que fuera lentamente había sido innecesaria. El público atiborraba las calles. Las aceras se encontraban atestadas, y la gente comenzaba a invadir las calzadas. El vehículo redujo primero su velocidad hasta ir a la de un hombre a pie. Read echó las cortinillas para evitar que reconocieran a Herbert.
En las esquinas, los vendedores de periódicos voceaban histéricamente. Aprovechando un momento en que el taxi se detuvo, Pinner abrió la portezuela y saltó a la calle. Regresó en seguida con un montón de diarios bajo el brazo.
Decía uno: "¡Comienza un nuevo mundo!". Y otro: "¡Mañana se cumple el milenio!". Y otro simplemente: "¡Alegría en el mundo!". Read abrió uno de los ejemplares y comenzó a leer los comentarios:
"Un muchacho de quince años ha anunciado al mundo que, a partir de mañana, sus penas habrán concluido, y el mundo se ha vuelto loco de alegría. El muchacho, Herbert Pinner, cuyas siempre exactas predicciones le han ganado una audiencia mundial, ha predicho una era de paz, abundancia y prosperidad como jamás se ha conocido..."
-¿No es maravilloso, Herbert? - jadeó Pinner. Sus ojos brillaban de excitación. Meneó el brazo de su hijo-. ¿No es maravilloso? ¿No estás contento?
-Sí - dijo Herbert.
Al fin llegaron al hotel y se registraron. Se les dio una suite en el piso dieciséis. Incluso a esta altura podía oírse algo de la excitación que reinaba en la masa de allá abajo.
-Acuéstate y descansa, Herbert - dijo el señor Pinner -. Pareces rendido. Debió de resultarte difícil decir todo aquello... - recorrió la habitación a grandes pasos y luego se volvió hacia el muchacho, como disculpándose -. Me excusarás si salgo, hijo, ¿verdad? Me siento demasiado excitado para quedarme quieto. Deseo ver lo que pasa afuera - su mano estaba ya en el tirador de la puerta.
-Sí, vete - respondió Herbert, que se había hundido en un sillón.
Read y Herbert quedaron solos. Durante unos instantes, nadie dijo nada. El muchacho ocultó la cara entre los manos y lanzó un suspiro.
-Herbert - dijo Read, con suavidad -. Creí que no lograbas ver el futuro más allá de las próximas cuarenta y ocho horas.
-Es cierto - replicó Herbert, sin mirarle.
-Entonces, ¿cómo pudiste predecir las cosas que has anunciado esta noche?
La pregunta se hundió en el silencio del cuarto como una piedra arrojada a un estanque. De ella parecieron surgir ondas circulares. Herbert preguntó:
-¿De veras quiere saberlo?
Read tuvo que buscar el nombre de la emoción que sentía. Era miedo. Respondió:
-Sí.
El muchacho se puso en pie y fue hasta la ventana. Se quedó ante ella, mirando al exterior, no a las atestadas calles, sino al cielo, donde, gracias al horario de verano, aún se veía el leve resplandor del ocaso.
-De no haber leído el libro, no lo hubiera sabido - dijo. Se volvió hacia Read y continuó, precipitadamente -: Sólo hubiese tenido noción de que algo importante, muy importante, iba a ocurrir. Pero ahora lo sé. Leí sobre ello en mi libro de astronomía. Mire hacia ahí -el chico señalaba al Oeste, hacia el lugar que había ocupado el Sol-. Mañana será de otra forma.
-¿Qué quieres decir? - gritó Read. Su voz estaba trastornada por la ansiedad-. ¿Qué intentas dar a entender?
-Que mañana el Sol será distinto... Quizá sea preferible... Quise que todos fueran felices. No puede reprocharme que les mintiera, señor Read.
Read fue hacia él, furioso.
-¿Qué pasa? ¿Qué va a ocurrir mañana? ¡Tienes que decírmelo!
-Pues mañana, el Sol... He olvidado la palabra... ¿Cómo se llama una estrella cuando aumenta repentinamente su brillo y se vuelve un millón de veces más cálida de lo que era antes?
-¿Una nova? - gritó Read.
-Eso es. Mañana... el Sol estallará.

"No puedo evitar decir adiós", de Ann Mackenzie

Hace muchos años, en uno de esos libros recopilatorios de cuentos de terror rayano en la subliteratura, encontré este. Sencillo, original y muy inquietante. Desde entonces es uno de mis relatos favoritos.

Me llamo Karen Anders y tengo nueve años y soy pequeña y morena y corta de vista y vivo con Max y Libby y no tengo amigas
Max es mi hermano y es veinte años mayor que yo y tiene los ojos juntos y aire preocupado nosotros los Anders fuimos siempre muy caseros tiene asma también
Libby siempre fue guapa pero ahora ha cogido peso y en su bikini nuevo parece una luchadora de lucha libre a mí me gustaría tener un bikini pero Lib no me lo comprará yo creo que no me daría tanto miedo el agua si tuviera un bikini amarillo que ponerme en la playa
Una vez cuando yo tenía siete años mi padre y mi madre fueron de compras y no volvieron nunca a casa hubo un atraco en el banco como en la tele y Lib dijo que aquel loco les segó por la mitad
Antes de que se fueran yo sabía que tenía que despedirles y yo dije claro y despacito adiós Mamá primero y luego adiós Papá pero nadie se fijó mucho viendo que sólo iban de compras pero después Max se acordó y le dijo a Libby por la forma en que esa nena dijo adiós se podría pensar que lo sabía lo que iba a pasar
Libby dijo por amor de Dios sé razonable querido cómo iba ella a poder saberlo pero me imagino que ahora somos nosotros los responsables de ella has pensado en eso
Por su tono de voz no parecía precisamente complacida
Bueno después que vine a vivir con Max y Libby yo supe que tenía que despedirme del hermano de Lib Dick estaba jugando a las cartas con ellos en la salita y cuando Lib gritó Karen vete a la cama me acerqué a él y me planté toda tiesa con las manos caídas y los dedos entrelazados como la señorita Jones nos manda en la escuela cuando tenemos coro
Yo dije muy despacio y claro bueno adiós Dick y Libby me echó una especie de mirada rara
Dick no levantó la mirada de sus cartas y dijo buenas noches nena
La noche siguiente antes de que ninguno de nosotros volviera a verle estaba muerto de una enfermedad llamada peritonitis te revienta en el estómago y te lo llena de agujeros
Lib dijo Max oíste como le dijo adiós a Dick y Max empezó a jadear y a dar boqueadas y dijo que ya te lo dije verdad que había algo raro lo que me pone enfermo de miedo es de quien se va a despedir la próxima vez ya me gustaría saberlo y Lib dijo vamos querido vamos procura tranquilizarte
Yo salí de detrás de la puerta donde estaba escuchando y dije no te preocupes Max estarás perfectamente
Tenía la cara toda llena de ronchas y la boca azul y con un susurro rasposo dijo cómo lo sabes
Qué pregunta más tonta como si fuera a decírselo aunque lo supiera
Libby se inclinó hacia mí y pegó su cara a la mía y su aliento olía a cigarrillos y a licor y a ensalada de ajo
Ella solo dijo entre dientes nunca vuelvas a decirle adiós a nadie oyes nunca jamás
Lo malo es que no puedo evitar decir adiós
Después de esto todo fue bien y yo creí que a lo mejor se habían olvidado pero Libby seguía sin querer comprarme el bikini nuevo
Un día en la escuela supe que tenía que despedirme de Kimberley y Charlene y Brett y de Susie
Bueno pues entrecrucé las manos delante de mí y les fui diciendo adiós lenta y cuidadosamente uno por uno
La señorita Jones dijo por Dios Karen por qué tanta solemnidad querida y yo le contesté bueno verá es que se van a morir
Ella dijo Karen eres una niña cruel y malvada no debes decir cosas así mira cómo has hecho llorar a la pobre Susie y ella dijo Susie querida entra en el coche pronto estarás en casa y te encontrarás perfectamente
Así que Susie se secó las lágrimas y corrió detrás de Kimberley y Charlene y Brett y se subió al coche justo al lado de la mamá de Charlene porque esa semana le tocaba a ella traer y llevar los niños a la escuela
Y esa fue la última vez que les vimos porque el coche patinó y se salió de la carretera de la montaña y cayó dando vueltas por toda la pendiente basta el fondo del valle y se incendió
Al día siguiente no hubo escuela porque fueron los funerales y cantamos canciones y echamos flores en las tumbas
Nadie quería ponerse a mi lado
Cuando acabó la señorita Jones se acercó a ver a Libby y yo dije buenas noches y ella me respondió pero rehuyendo la mirada y ella respiraba como ansiosa cuando Libby me mandó que me fuera a jugar
Bueno cuando la señorita Jones se fue Libby me llamó para que volviera y me dijo no te dije que nunca jamás volvieras a decir adiós a nadie
Ella me agarró con fuerza y parecía como si los ojos le ardiesen y me retorció el brazo y me dolía y yo grité no por favor no pero ella siguió retorciendo y retorciendo así que dije si no me sueltas le diré adiós a Max
Fue lo único que se me ocurrió para hacer que parase
Ella dejó de retorcerme el brazo pero seguía agarrándomelo y dijo Dios mío quieres decir que puedes hacer que pase que puedes hacerlos morir
Bueno claro que no puedo pero yo no iba a decírselo a ella así que por si pensaba volver a hacerme daño yo dije sí que puedo
Ella me soltó y caí de espaldas con fuerza y ella me dijo estás bien te he hecho daño Karen querida y yo dije sí y más vale que no vuelvas a hacerlo y ella dijo que yo solo estaba bromeando y que no lo decía en serio
Así que entonces supe que ella me tenía miedo y yo dije que quería un bikini para llevar en la playa uno amarillo porque el amarillo es mi color favorito
Ella dijo bueno querida ya sabes que hemos de tener cuidado con los gastos y yo dije quieres que me despida de Max o no
Ella se dejó caer contra la pared y cerró los ojos y se quedó quieta del todo durante un rato y yo dije qué haces y ella contestó pensando
Entonces de repente abrió los ojos y me sonrió y dijo oye sabes que mañana vamos a ir a comer a la playa y yo dije quieres decir que me vas a comprar un bikini y ella dijo sí tu bikini y todo lo que quieras
Así que ayer por la tarde compramos el bikini y hoy a primera hora Lib fue a la cocina y preparó para la comida el pollo frito y la macedonia de naranja y la tarta de chocolate y las rosquillas especiales que hace para acompañarla y dijo Karen estás segura de que todo está de tu gusto y yo dije claro todo tiene un aspecto magnifico y ahora que tengo mi bikini nuevo no voy a tener miedo de las olas y Libby se rió y puso
la cesta de la comida en el coche ella tiene unos brazos morenos muy fuertes y dijo no me parece que no
Entonces subí a mi cuarto y me puse el bikini que me venía perfectamente y fui a mirarme en el espejo y miré y miré y después entrecrucé los dedos delante de mí y me sentí rara y dije despacio y claro adiós Karen adiós Karen adiós adiós

lunes, 21 de marzo de 2011

Grito hacia Roma (Desde la torre de Chrysler Building), de Federico García Lorca

Otro que no podía faltar. El genio de Fuente Vaqueros también era maestro del surrealismo. No intenten buscarle un significado. Este poema está creado para entrar derecho al cerebro en forma de sensaciones puras, como una aguja hipodérmica, traspasando limpiamente los filtros de la razón y después, anidar ahí y quedarse para siempre. Da miedo:


Manzanas levemente heridas
por los finos espadines de plata,
nubes rasgadas por una mano de coral
que lleva en el dorso una almendra de fuego,
peces de arsénico como tiburones,
tiburones como gotas de llanto para cegar una multitud,
rosas que hieren
y agujas instaladas en los caños de la sangre,
mundos enemigos y amores cubiertos de gusanos
caerán sobre ti. Caerán sobre la gran cúpula
que untan de aceite las lenguas militares
donde un hombre se orina en una deslumbrante paloma
y escupe carbón machacado
rodeado de miles de campanillas.
Porque ya no hay quien reparta el pan ni el vino,
ni quien cultive hierbas en la boca del muerto,
ni quien abra los linos del reposo,
ni quien llore por las heridas de los elefantes.
No hay más que un millón de herreros
forjando cadenas para los niños que han de venir.
No hay más que un millón de carpinteros
que hacen ataúdes sin cruz.
No hay más que un gentío de lamentos
que se abren las ropas en espera de la bala.
El hombre que desprecia la paloma debía hablar,
debía gritar desnudo entre las columnas,
y ponerse una inyección para adquirir la lepra
y llorar un llanto tan terrible
que disolviera sus anillos y sus teléfonos de diamante.
Pero el hombre vestido de blanco
ignora el misterio de la espiga,
ignora el gemido de la parturienta,
ignora que Cristo puede dar agua todavía,
ignora que la moneda quema el beso de prodigio
y da la sangre del cordero al pico idiota del faisán.
Los maestros enseñan a los niños
una luz maravillosa que viene del monte;
pero lo que llega es una reunión de cloacas
donde gritan las oscuras ninfas del cólera.
Los maestros señalan con devoción las enormes cúpulas sahumadas;
pero debajo de las estatuas no hay amor,
no hay amor bajo los ojos de cristal definitivo.
El amor está en las carnes desgarradas por la sed,
en la choza diminuta que lucha con la inundación;
el amor está en los fosos donde luchan las sierpes del hambre,
en el triste mar que mece los cadáveres de las gaviotas
y en el oscurísimo beso punzante debajo de las almohadas.
Pero el viejo de las manos traslucidas
dirá: amor, amor, amor,
aclamado por millones de moribundos;
dirá: amor, amor, amor,
entre el tisú estremecido de ternura;
dirá: paz, paz, paz,
entre el tirite de cuchillos y melones de dinamita;
dirá: amor, amor, amor,
hasta que se le pongan de plata los labios.
Mientras tanto, mientras tanto, ¡ay!, mientras tanto,
los negros que sacan las escupideras,
los muchachos que tiemblan bajo el terror pálido de los directores,
las mujeres ahogadas en aceites minerales,
la muchedumbre de martillo, de violín o de nube,
ha de gritar aunque le estrellen los sesos en el muro,
ha de gritar frente a las cúpulas,
ha de gritar loca de fuego,
ha de gritar loca de nieve,
ha de gritar con la cabeza llena de excremento,
ha de gritar como todas las noches juntas,
ha de gritar con voz tan desgarrada
hasta que las ciudades tiemblen como niñas
y rompan las prisiones del aceite y la música,
porque queremos el pan nuestro de cada día,
flor de aliso y perenne ternura desgranada,
porque queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra
que da sus frutos para todos.