Lo prometido es deuda. El relato con el que habitualmente René Lavand cierra sus espectáculos y que, por circunstancias que sólo el azar conoce, ya forma parte, ocupando un lugar destacado, de mi antología personal. Incluyo, además, los comentarios que acompañan su puesta en escena:
Cada vez que me regalan una firma, acostumbro a regalar una rosa.
Y cada vez que regalo una rosa, no puedo dejar de recordar un cuento corto, duro y bello.
No piensen que ha sido un golpe bajo para distraerlos.
Quédense ustedes con este cuento corto, duro y bello;
quédese, usted niña, con su rosa;
que yo me he quedado aquí, desde antes de comenzar el relato, con el bello recuerdo de su carta firmada.
Cada vez que me regalan una firma, acostumbro a regalar una rosa.
Y cada vez que regalo una rosa, no puedo dejar de recordar un cuento corto, duro y bello.
"Una hermosa muchacha transitaba las calles de Nueva York en un autobús.
En una esquina subió un hombre mayor con unas rosas muy bellas en sus manos.
Se sentó al lado de ella.
La niña escondía sus pudores pero no podía dejar de mirar esas rosas.
Él se las ofreció.
Ella se negó rotundamente a recibirlas.
Él insistió: "En realidad son para mi mujer. Cuando le explique, ella comprenderá".
Se las dejó en la falda y bajo la esquina.
La niña, arrepentida de haber pensado mal, lo siguió con la mirada y vio, con profunda tristeza, que aquel hombre entraba al cementerio."
No piensen que ha sido un golpe bajo para distraerlos.
Quédense ustedes con este cuento corto, duro y bello;
quédese, usted niña, con su rosa;
que yo me he quedado aquí, desde antes de comenzar el relato, con el bello recuerdo de su carta firmada.
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