Este relato ha sido galardonado con el primer premio en el Concurso Carlos Giménez de Paracuellos. Tenía muchas dudas sobre todo a lo que me enfrentaba con la próxima publicación de la novela y el anuncio de este premio llegó en el mejor momento posible porque me hizo ver que algo que había escrito podía, en un momento dado, gustar a alguien. Chute de moral y autoestima.
Reto: A ver si podéis identíficar de dónde saco los nombres de los músicos que aparecen en el relato.
Pista: No me gusta el jazz.
Talento natural
No deja de hacerme gracia que, después de cada actuación, mis admiradores vengan a felicitarme efusivamente. Cuando les respondo, con toda la amabilidad posible, que no es para tanto, lo toman como una muestra de falsa modestia y, más amablemente aún, muestran su disconformidad. Pero no se trata de modestia, creedme. Lo que sucede es que, efectivamente, no veo razón para que me feliciten porque no es mérito mío en absoluto.
Malcolm ‘Blind’ Rhoads, uno de los mejores saxofonistas que he conocido, se pasaba horas practicando un solo o componiendo una frase nueva. Era el músico más fiable de la banda, nunca falló una sola nota por complicada o rápida que fuera la pieza, pero era incapaz de participar en una improvisación. Chuck Hanneman, un batería con mayúsculas, un auténtico espectáculo sobre el escenario, necesitaba ensayar sin descanso. Las pocas veces que giré con él, se instalaba en los asientos traseros del coche y se pasaba el viaje entero con las baquetas en la mano, golpeando los cristales de las ventanillas, el reposacabezas del copiloto, el aire… era insufrible. Quizá por eso no duramos mucho juntos. Aseguraba que tenía que repasar continuamente el repertorio para que no se le fuera de la cabeza. Blind y Chuck sí que tenían mérito, sí que podían estar orgullosos, su arte era el resultado del trabajo, de la dedicación, de una absoluta pasión por la música. Mi caso es mucho menos interesante, simplemente tengo un talento natural. No he hecho nada por merecerlo.
Cuando la descubrí en el desván, a la vieja guitarra de mi tío Ed apenas le quedaban tres cuerdas y cada una de ellas distaba varias octavas de estar afinada. Sin embargo, cuando, un par de horas después, guiado por el sonido, mi tío me descubrió, pudo comprobar, asombrado, cómo yo era capaz de reproducir perfectamente esa cancioncilla que no dejaba de silbar y que hasta entonces había sido mi único contacto con la música. Porque en casa de mi tío no entraba una nota que no fueran las que él se atrevía a silbar –muy bajito–, siempre y cuando tía Emma no estuviera presente.
–¿Puedes repetir eso, hijo? –me preguntó entonces, receloso.
Yo volví a tocar la canción desde el principio. Cuando acabé, se quedó pensativo. Yo, desconcertado, tampoco sabía qué decir. Solo tía Emma fue capaz de romper el silencio cuando nos llamó a cenar.
Tenía entonces cuatro años. Por supuesto, apenas soy capaz de recordar ese capítulo de mi infancia, pero mi tío se encargó de hacerlo por mí muchas veces desde entonces.
Al día siguiente, aprovechando que su mujer había salido, mi tío me condujo al desván. La guitarra me esperaba con todas las cuerdas y perfectamente afinada. La puso en mis manos y silbó una alegre tonada. No era la misma de siempre, era la primera vez que la escuchaba. Después de un par de intentos, ya la había sacado. Con tantas cuerdas, resultaba mucho más fácil.
Desde ese día, y en la más absoluta clandestinidad, mi tío me enseñó los acordes y cómo afinar la guitarra. Tampoco mucho más. En parte porque sus conocimientos musicales no iban más allá, y en parte porque yo tampoco necesitaba más para tocar, casi de forma inmediata, cualquier canción que él me tarareara. Esa guitarra, que todavía conservo, se convirtió en mi mundo entero. Yo descubrí todos sus secretos y ella se mantuvo fiel ayudando a que todas esas melodías que se me agolpaban en la cabeza pudieran salir a través de mis dedos y de su cuerpo.
No tardé en componer mis propios temas y tengo que reconocer que no eran del todo malos. De hecho, algunos de ellos siguen formando parte de mi repertorio habitual, incluida una variación de aquella tonada que mi tío silbaba y cuya autoría aún desconozco.
Me crie sin ningún tipo música en esa casa y, sin embargo, por alguna razón que se me escapaba, no solo la llevaba dentro, sino que, además, se trataba de un lenguaje que me era absolutamente familiar. ¿Entendéis cuando os digo que la mía es una habilidad innata?
Era solo cuestión de tiempo que mi tía descubriera nuestro secreto. Ese día estalló el drama en casa de los Harris. Se volvió loca. Acusó a su marido de querer traer la desgracia la familia, que esa era la música de Satanás, que estábamos todos malditos y acabó amenazando con quemar la guitarra en el patio. Yo, por supuesto, no entendía qué tenía de malo. Solo pareció claudicar, o al menos calmarse, cuando, a petición de mi tío, interpreté algunas piezas de mi repertorio.
Pasada la tormenta, mi tía tuvo que admitir que no me faltaba talento. Yo, por mi parte, y sin necesidad de que me lo pidiera, seguí practicando en el desván a un volumen tal que tía Emma no pudiera escucharme. Quizá fuera por eso que cuando, años después, planteé matricularme en la Escuela de Música de Richmond y hacer de la música mi carrera profesional, mi tía, apenas opuso resistencia. Todavía no sé si lo hizo por agradecimiento a mi deferencia o por el alivio que le suponía ver que conmigo se iba por fin de su casa esa influencia maligna que tanto la alteraba. Mi tío, por supuesto, estaba encantado, casi tan ilusionado como yo. En cualquier caso, a esas alturas, ambos lo asumieron como algo sencillamente inevitable.
Más allá de algunas técnicas que me resultaban desconocidas, en la Escuela de Música no me enseñaron nada. Escalas, tonalidades, funciones armónicas… solo pusieron nombre a todo lo que ya sabía por mí mismo. Igual que desconocer las letras nos hace analfabetos; no mudos.
Lo que sí logré, fue un acceso pleno a la música. Me lancé como un poseso a consumir toda la que se ponía al alcance de mis oídos. Después de toda la vida en silencio, mi sed de notas, de ritmos, de nuevos estilos era insaciable. Al fin pude hacerme con una radio vieja y un tocadiscos de segunda mano. Por él pasaron vinilos de los más diversos estilos que me mostraron la grandeza de un mundo que creía dominar y del que, en realidad, apenas conocía una mínima parte.
Pero la verdadera revelación tuvo lugar en los clubes de jazz, tugurios oscuros la mayoría de ellos, donde pude conocer a músicos de verdad, artistas con más talento que suerte que nunca consiguieron salir de Richmond y que purgaban sus pecados desgranando viejos temas toda la noche y buena parte del día. De todos estos antros, el Excelsior era el que más frecuentaba. Allí, la banda del viejo Al Murray podía pasarse horas improvisando sobre la misma base y, aún así, hacer que cada compás sonara como si de una nueva canción se tratara. Lo encontré fascinante.
Como me ocurría con todo relacionado con la música, los estudios tampoco me suponían el menor esfuerzo, así que pasaba más tiempo en los clubes que en clase. Sabía que no tendría problema alguno para graduarme, como así fue. Pronto junté el valor necesario para subirme al escenario a improvisar con la banda de Al. Nunca había tocado acompañado, pero la gratificante sensación de sentirte respaldado, de formar parte de algo más grande, fue tal que inmediatamente supe que no iba a dejar de hacerlo nunca.
No tardé en convertirme en habitual en el grupo, aunque siempre procuraba mantenerme en un segundo plano por respeto a quien era guitarrista allí desde hacía más de treinta años. No era habitual que una banda tuviera dos guitarras, se estaba empezando a ver en algunos grupos de rock and roll, pero no en el jazz. Descubrimos que, cuando improvisábamos juntos, las dos guitarras nos permitían alternar ritmos, melodías, doblarnos… algo que no se había hecho antes y que el público acogía con auténtico entusiasmo. Eso sí, el maestro seguía siendo Al, yo solo era ‘El Chico’. Así me llamaba Al y ese fue desde entonces mi nombre artístico. No creo que ahora sea muy apropiado para un viejo músico que se encuentra entre los ochenta años y la muerte, pero ya me he acostumbrado a él y no pienso cambiarlo.
Me gusta pensar que fue mi aportación la que hizo que, en apenas unas semanas, la clientela se viera sensiblemente incrementada. Incluso recibimos ofertas para tocar en otros clubes, pero Al era fiel al Excelsior y, todo hay que decirlo, Fred, el dueño, se portaba bien con nosotros. La paga era miserable, pero, hubiera público o no, nunca racaneaba las cervezas para los músicos, así que todos contentos. Por otra parte, era evidente que nadie estaba ahí por el dinero.
Si había alguna banda de paso por la ciudad, Fred les invitaba a tocar a cambio de alojarla en las habitaciones que tenía justo encima del club. El Excelsior estaba cerca de la I-95 y allí solían llegar los músicos que cubrían la Ruta Musical, como la solíamos llamar: de Nueva York a Nueva Orleans, pasando por Charlotte y Atlanta. Así es como llegó el Blue Note Quartet a tocar en el Excelsior. Había oído hablar mucho de Charlie ‘Blue Note’ Smith. En sus buenos tiempos, toda una leyenda del contrabajo que había tocado con los más grandes en Nueva York, donde se convirtió en un habitual del club del que tomó el sobrenombre. Era de dominio público que pudo haber sido el más grande y que ahora solo era un mito venido a menos que se arrastraba por bares de mala muerte. Se contaban muchas historias, ninguna verosímil aunque quizá todas ciertas, sobre cómo lo había perdido todo. Todo menos su genio.
Esa noche el repertorio se redujo a no más de media docena de piezas que repasaban diferentes estilos y en todas ellas Blue Note demostró que se encontraba a un nivel inalcanzable para el resto de los mortales. Mientras era otro instrumento el protagonista, el contrabajo de Charlie se mantenía en un discreto segundo plano, cadencioso, sosteniéndolo con austera eficacia; pero cuando le tocaba el turno de hacerse dueño de la escena, lo hacía sin contemplaciones, con una entrega y agilidad prodigiosas. Daba la impresión de que instrumento y músico se transformaban. Ese contrabajo, acompañante timorato hacía apenas unos compases, agudizaba su tesitura y ganaba en volumen, en presencia, se erigía en protagonista único del escenario, reclamaba el dominio absoluto sobre las notas que volaban por el aire y, antes de que te pudieras dar cuenta, había relegado al resto de la banda a la humillación del silencio. Por su parte, Blue Note se movía compulsivamente, con una agilidad impropia de una mole que superaba ampliamente las 300 libras, mientras digitaba a una velocidad solo vista antes en algún virtuoso y frenético violinista. El solo se convertía de pronto en un baile de dos enamorados, apasionado, atrevido, casi indecente. Cuando su parte acababa, el paroxismo flaqueaba, Blue Note cedía a regañadientes el protagonismo a otro músico y se ocultaba de nuevo en esa discreción de la que había salido, acurrucado junto a su compañero de baile. Nunca he vuelto a ver algo así.
Analizado con calma, era evidente que Blue Note no tomaba el apodo por su especial uso de esa nota en las escalas; en rigor, se saltaba constantemente cualquiera de las leyes que la armonía académica dicta para ofrecer algo nuevo, extraño, pero que, por alguna razón desconocida, funcionaba.
Al día siguiente Andi Gers amaneció muerto en su cama. Gers llevaba más de cuarenta años tocando la guitarra con Blue Note. La noticia supuso una pequeña conmoción en Richmond pero, teniendo en cuenta la vida de excesos que había llevado, fue una sorpresa relativa. Ni siquiera se investigó. La policía tenía cosas más importantes que ocuparse de un negro drogadicto muerto. Más tarde, cuando preparaban el cuerpo en la funeraria, alguien echó en falta el reloj del difunto. Tampoco le echaron cuentas, no tenía demasiado valor y Gers ya no lo necesitaría.
La actuación del Blue Note Quartet estaba prevista para dos noches; por supuesto, se anunció la cancelación de la segunda. Cuando los supervivientes de la banda estaban en el escenario, recogiendo los instrumentos, llegué con mi guitarra y, sin que nadie me lo pidiera, comencé a tocar. Reproduje, nota por nota, la improvisación que Gers había interpretado en su última noche, seguí con una copia exacta del solo de Blue Note, para acabar con una tercera parte, esta de creación propia, que, en realidad, era una variación que fusionaba las dos primeras. Como digo, no me supuso esfuerzo alguno, era mi talento natural el que salía a relucir para tocar por mí.
Esa misma noche ya me había incorporado al Blue Note Quarter en lo que fue un concierto homenaje a Gers que sirvió poco más que para pagarle el funeral en Montgomery, donde tenía una hermana. La banda no alteró en ningún momento el plan de viaje previsto y, cuando llegó el momento de partir, lo hice con ellos. Apenas tuve tiempo de despedirme del bueno de Al.
La banda la completaban Keith ‘Quake’ Tipton, un batería, para mi gusto, con demasiada querencia por los platos y por hacer contras, pero muy hábil para que todo sonara muy natural, muy limpio, lo que no es nada fácil; y Glenn Downing, saxofonista, un tipo silencioso pero muy solvente. Como músico, los he visto mucho mejores, pero Blue Note aseguraba que con nadie se compenetraba tan bien en las improvisaciones. Hasta entonces.
Esa fue mi primera gira. La vida me llevó después por los escenarios más prestigiosos del mundo, pero esa gira fue la más importante de todas porque fue la primera y siempre lo será. Se trataba de un mundo desconocido en el que el nombre de Blue Note todavía era capaz de llenar los clubes, que te invitaran a rondas y enternecer a las damas. Poneos en mi lugar: era apenas un niño y, de repente, no hago más que tocar, viajar, beber y conocer chicas cuando hasta entonces solo sabía hacer lo primero. Quizá por eso, porque me vio perdido, Blue Note me tomó bajo su protección y me enseñó los secretos de esa carretera que me atrapó y que todavía no me ha soltado. Todavía hoy sigo en la ruta. No hay una vida mejor. Solo cuando he tenido que grabar he estado más de una semana en el mismo lugar.
Algunas noches, después de actuar, cuando el ambiente languidecía, Blue Note buscaba una mesa tranquila, se quitaba la chaqueta, ponía sobre la mesa el .38 Special que siempre llevaba a la espalda, prendido en su cinturón, se sentaba y se servía bourbon hasta acabar la botella. La primera vez que vi el revolver, me asusté. Según me explicó, en los viejos tiempos todos los músicos llevaban uno. Eso imponía respeto y evitaba líos.
–Entonces –dije yo–, daría igual si no estuviera cargado.
–¡Qué tontería! –respondió con una risotada–, ¿de qué vale un arma si no está cargada?
A veces, me invitaba a sentarme con él. En ruta era un tipo de lo más silencioso, podía pasarse horas sin abrir la boca. Prefería aprovechar los viajes para dormir todo lo que no había podido la noche anterior pero, sentados el uno frente al otro, solo separados por la mesa, la botella y la .38 Special, no dejaba de hablar, de contarme anécdotas de bluesmen, de cobertizos clandestinos en el Delta donde, juraba, se encuentran los mejores músicos del mundo.
Así nació una amistad de esas que solo se alcanzan después de meses enteros compartiendo coche, botella y escenario. Quizá gracias a eso conseguimos compenetrarnos musicalmente como no creo que nadie lo haya hecho antes. A las pocas semanas de entrar en el cuarteto ya sabía exactamente, desde el primer compás, cómo terminaría Blue Note su solo para retomarlo yo y juraría que él también podía adivinar cómo culminarían mis progresiones. El resultado era pura magia. Se corrió la voz y nuestras improvisaciones se convirtieron en un espectáculo que convocaba a aficionados a cientos de millas a la redonda. Con el tiempo, aprendí que la interpretación de Blue Note dependía, más que de ninguna otra cosa, del estado de ánimo que tuviera en ese momento. Eso nunca resultó un problema para mi trabajo, pero resultaba más útil saber de qué humor estaba que el tono de la pieza.
Lo que os voy a contar ahora os gustará. Yo llevaba tiempo con ganas de cambiar la guitarra con la que actuaba y que le había comprado a un compañero de la Escuela de Música. La de mi tío estaba a buen recaudo en Richmond. La primera vez que llegamos a Nueva York insistió en que le acompañara a una tienda de música en Harlem. Cuando entramos, me alargó 500 dólares de la época y me dijo:
–Toma, elige bien y no repares en gastos porque esta debe ser tu compañera para toda la vida.
Fue así como compre mi Gibson L-5 CES. Ya entonces se la consideraba una de las mejores guitarras del mercado. Eddie Lang, Wes Montgomery y hasta Django Reinhardt la habían elegido y ahora lo hacía yo. Estaba a la altura de su fama. Desde el primer momento la sentí como una prolongación de mi cuerpo. Con el tiempo, la vieja Cessie se convirtió en mi principal seña de identidad y, como adelantó Blue Note, en mi compañera para toda la vida.
La última vez que tocamos juntos fue en Birmingham. Recuerdo que Blue Note estuvo especialmente melancólico todo el día y, como me esperaba, lo vi confirmado sobre el escenario. Cuando acabamos, nos quedamos en el club a tomarnos unas copas. Blue Note interrumpió la charla que yo estaba tratando de mantener con una morenita guapa y menuda para anunciarme que se retiraba al motel. Eso me dejó confuso; nunca perdonaba un trago después de actuar. Una vez que comprobé que la morenita guapa y menuda carecía tanto de conversación como de receptividad, no tardé en seguir sus pasos.
El motel estaba a no más de diez minutos andando e, igual que el club, a pie de la misma I-20. Era como otros muchos en los que habíamos estado durmiendo en los últimos meses, el típico motel de no más de veinte habitaciones, con las puertas de todas ellas dando al aparcamiento. Allí me encontré a Blue Note con una botella de bourbon. Hacía una buena noche y se disfrutaba del silencio, un extraño lujo para nosotros. No era un mal plan, pero en cuanto me vio, decidió cambiarlo:
–¿Sabes que hoy se cumple un año de la muerte de Gers? Estas cosas se hacen habituales a mi edad, pero no dejan de afectarme; cada vez estoy más cerca de ser el siguiente.
Hizo una pausa y continuó con un tono ligeramente más alegre:
–Bueno, el tiempo pasa para todos y tú también hoy cumples un año con nosotros. Pasa adentro, que te invito a un trago.
Por supuesto, como todas las del motel, su habitación era idéntica a la mía, incluidas dos sillas que ocupamos y, entre nosotros, como siempre, una pequeña mesa con una botella, dos vasos y la .38 Special encima.
–¿Y la chica? –me preguntó.
–No había mucho que hacer –admití.
–En mis tiempos, eso no era un problema –replicó ratificando la ocurrencia con una de sus sonoras risotadas.
–¿Sabes, Blue Note? En las historias que me cuentas nunca aparecen mujeres. Me hablas de músicos, de clubes, de la carretera… pero nunca de mujeres.
–Eso –replicó con media sonrisa– lo tienes que aprender tú solo, chico.
–¿Nunca ha habido una mujer por la que lo habrías dejado todo? ¿En todos estos años no has encontrado a alguien así?
–No deberías preocuparte por eso. Ya tendrás tiempo, pero no ahora. Céntrate en la música, diviértete todo lo que puedas y recuerda que una buena mujer es lo peor que te puede pasar a tu edad. Podría volverte tan loco que nunca más volverías a ser tú y, aunque todavía no lo sepas, has nacido para la música, para la ruta, para bourbon en moteles y chicas de una noche. Lo contrario, sería un desperdicio.
–Tú la encontraste, ¿no?
Si hasta entonces parecía que Blue Note había recuperado el humor, la pregunta hizo que volviera a mostrarse alicaído de nuevo.
–Sí. Y créeme si te digo que preferiría no haberlo hecho –respondió abatido–. No sé si es por el bourbon o porque los viejos recuerdos han vuelto hoy de golpe, pero te voy a hacer un regalo de aniversario: te voy a contar algo que creí que no iba a desenterrar nunca jamás.
Admitió haber conocido a la chica en Virginia. Me sonaba el nombre del pueblo. Una de tantas historias de músicos que seducen a una admiradora, el tonteo se convierte en algo más serio y su estancia en ese lugar se alarga un par de semanas hasta que, implacable y celosa, la carretera reclama a su músico y este deja a la chica. Pero ella se niega a renunciar al que cree el amor de su vida y le sigue allá a donde va, asiste a todos sus conciertos durante varias semanas, más de 400 millas tras él rogándole que no la abandone.
Cuando llegó a este punto, quedó unos segundos en silencio, se reclinó en la silla, llenó el vaso y, como haciendo acopio de fuerzas, se dispuso a rematar el relato.
–No podía seguir así –dijo Blue Note–. Era desesperante. Cada noche la encontraba entre el público, me abordaba después de actuar y me montaba una escena. Se había vuelto completamente loca y yo también iba camino de perder la razón. Afectó a mi forma de tocar y la banda lo notó, por supuesto. Cuando pedí ayuda a Gers, lo entendió. A las malas, podía ser muy convincente. Tenía un pasado muy complicado, el viejo Gers, pero me era leal. Se ocupó de todo. Nunca le pregunté cómo, pero esa chica no nos siguió más. Lo último que supe de ella es que había vuelto a su pueblo. Admito mi culpa, fui un cobarde y no estoy orgulloso. Tenía que elegir entre dos amores y lo hice. Solo siento que ella tuviera que pagar las consecuencias de mi decisión.
Era cuanto necesitaba saber.
De un salto me puse de pie y, antes de que Blue Note pudiera reaccionar, tomé el revolver de la mesa, lo amartillé y se lo apoye en la sien derecha. Estaba tan sorprendido que se quedó paralizado.
–¿Cómo se llamaba ella? –le susurré al oído.
Me lo dijo. Fue lo último que diría. Rompió a llorar como un niño, pero eso poco me importó cuando apreté el gatillo.
Dejé el revolver en el suelo, metí el reloj de Gers en el bolsillo de su chaqueta y salí de la habitación antes de que nadie pudiera verme.
Ahora podéis preguntarme por qué. Perdí al mejor músico con el que jamás volvería a tocar, podíamos haber alcanzado juntos la categoría de leyendas, de esas de las que se cuentan anécdotas inventadas. Con el tiempo, yo lo conseguí, aunque tuve que empezar de nuevo desde cero. Hoy ya nadie se acuerda de Blue Note, por eso es de justicia que os cuente su historia.
¿Que si sirvió de algo? Por supuesto. Por fin sabía de quién había sacado mi talento natural.